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El arte de llenar el tarro de la vida

Hoy me aparto un momento de lo profesional para compartir algo diferente. Algo personal.

En realidad, todo comenzó con el vídeo «A Valuable Lesson For A Happier Life», de Meir Kay, y que podrás ver a continuación de este párrafo.

 

De hecho, este es uno de esos videos que habrás visto circular por redes durante años, pero que, de repente, en el momento preciso, te golpea de una manera especial. Es el experimento del tarro, las pelotas de golf y la arena.

A mis 49 años, este vídeo me ha hecho detenerme y reflexionar sobre el tarro de mi vida. Y, por qué no decirlo, me ha hecho reflexionar sobre cómo gasto mis días lidiando en la calle, entre reuniones que salen bien y otras que se podrían resolver con un email o un simple WhatsApp. En este sentido, y por tantas otras cosas del día a día, he necesitado parar, ver el vídeo tranquilamente y pensar sobre los años vividos y los que me quedan por vivir. Porque como tú, a veces uno necesita detenerse y preguntarse si está poniendo el foco en lo que realmente importa.

Las palabras que siguen son fruto de esta reflexión personal sobre esa metáfora. Una reflexión sobre la vida, las prioridades y esas personas que dan sentido a todo lo demás. Es más, si bien podría guardármela para mí, creo que, en un mundo obsesionado con parecer perfectos, mostrar nuestra humanidad es el acto más valiente que podemos hacer.

Así que, ¡allá voy…! Todos llegamos a este mundo con un tarro por estrenar entre las manos. Transparente, frágil, finito. Lo llamamos vida. Y pasamos años, décadas incluso, empeñados en llenarlo hasta los topes, obsesionados con que no quede ni un hueco libre. ¡Qué pardillos somos! Qué tarde comprendimos que el quid de la cuestión no estaba en llenarlo, sino en saber qué meter primero.

En primer lugar, las pelotas de golf. Esas contadas cosas que, si mañana el tarro se hiciera añicos, harían que todo lo demás diera igual. El cariño que regalas y recibes. La sonrisa de los tuyos. La salud que te permite soñar. Las pasiones que te hacen sentir vivo. No ocupan tanto espacio, pero sin ellas el tarro está vacío, aunque esté a rebosar. Son esas pocas cosas que, aunque pequeñas en tamaño, llenan de sentido cada rincón de nuestra existencia.

En segundo lugar, las piedras. Lo necesario, lo que construyes, lo que te da estabilidad. Un curro que te permita vivir, no solo ir tirando. Un hogar donde refugiarte. Los logros que te hacen crecer. Importantes, sí, pero solo herramientas para proteger lo verdaderamente valioso. En este sentido, son los cimientos sobre los que construimos nuestros sueños, las bases que nos permiten llegar más lejos.

Y por último, pero no menos importante, la arena. ¡Ay, la arena! Ese sinfín de minucias que se cuelan por cada resquicio, que ocupan tanto espacio en nuestra cabeza y tan poco en nuestra memoria. La que nos hace creer que estar hasta arriba de cosas es lo mismo que estar vivos. La que nos distrae de mirar las pelotas de golf, de acariciar las piedras. Es ese ruido de fondo que nos aleja de lo que de verdad importa.

Sin embargo, aquí viene la verdadera lección, esa que te pega un buen meneo al alma: cuando crees que ya no cabe ni un alfiler, cuando piensas que has aprovechado cada milímetro de tu existencia… siempre, siempre hay hueco para unas cañas con un colega. Siempre hay sitio para la risa que no esperas, para el abrazo que te pilla por sorpresa, para el momento que no tenías previsto. La vida tiene esa magia de hacer sitio para lo que es de verdad y auténtico.

Pero permíteme que me detenga especialmente en las pelotas de golf. Ya que, entre todas esas pelotas del tarro de mi vida, hay dos que brillan con luz propia: Ana y mi madre, cada una representa una forma diferente, pero igual de potente de amor que ha moldeado quien soy. Son los pilares que sostienen mi mundo, los faros que me guían cuando todo está más negro que la boca del lobo.

Ana, mi compañera de vida y mi refugio, que ha sido el mejor recordatorio de que cuando encuentras lo que de verdad importa, todo lo demás encaja como por arte de magia. Con ella aprendí —y no dejo de aprender— que el amor no es un trasto más en el tarro de la vida, sino la luz que lo ilumina todo, que da sentido a cada piedra, que hace que hasta la arena brille. Es más, ella, con su presencia convierte los días del montón en momentos únicos, hace que los agobios pesen menos y las alegrías brillen más. Es ese faro que alumbra mi camino y hace que cada paso tenga sentido.

Por otra parte, está mi madre, ese pilar más firme que el suelo que pisamos. Ella, que ha sido el viento bajo mis alas desde que tengo uso de razón, que ha creído en mí hasta cuando yo estaba hecho un mar de dudas, que ha estado ahí en cada batacazo y en cada victoria. Su apoyo sin condiciones ha sido esa red que me ha permitido atreverme a soñar a lo grande, a intentarlo todo, a caerme y volverme a levantar. En efecto, en cada momento de mi vida, su presencia ha sido ese recordatorio constante de que siempre hay alguien dispuesto a echarte un cable cuando el tarro se tambalea. Es ese amor que no pide nada a cambio, que solo sabe dar y dar.

A mis 49 tacos, mirando el tarro con la calma que dan los años, sonrío al recordar cuántas veces lo llené de arena pensando que era oro puro. Cuántas noches en vela, preocupándome por chorradas que ni recuerdo. ¡Cuántas carreras por llenar huecos que, en realidad, pedían a gritos quedarse vacíos! De hecho, el tiempo nos enseña, con su cachaza, a distinguir el oro de la purpurina.

Por estas cosas, por lo vivido y lo que me queda por vivir —o eso espero— veo, siento y vivo la madurez como ese momento pleno en que te das cuenta de que el verdadero lujo no es tener el tarro más grande o más lleno, sino tener dos dedos de frente para saber qué merece ocupar espacio en él. En este sentido, es cuando descubres que la felicidad no está en acumular arena, sino en tener la tranquilidad de poder sacudirla sin miedo. Es ese momento de lucidez en que por fin te enteras de qué va realmente la película.

Las piedras ya no son las mismas. Ahora valoras más tener el riñón cubierto que el último cochazo, más el hogar acogedor que la casa de postal, más el curro que te da libertad que el que te da postureo. Es que la vida te va enseñando que la verdadera riqueza no está en lo que tienes, sino en cómo te hace sentir lo que eliges conservar.

Y la arena… ¡Ay, la arena! Qué liberación, cuando por fin te enteras de que los agobios son solo eso: agobios. Que los dramas de hoy serán las batallitas de mañana. Que la vida es demasiado corta para andar con el «¿y si…?». En realidad, es esa liberación que llega cuando aprendes a distinguir entre lo urgente y lo importante, entre el grano y la paja.

Y esas cañas con los colegas… Ahora son más contadas, pero valen su peso en oro. Ya no son las juergas interminables de juventud, sino esos momentos robados al reloj donde la conversación va que vuela, donde las risas saben a gloria bendita, donde los silencios son tan cómodos como los abrazos. En efecto, son esos momentos que nos recuerdan que la vida está hecha de pequeños tesoros compartidos.

En definitiva, esta es la verdadera lección del tarro a los 49: no va de llenarlo todo, sino de llenarlo como Dios manda. No es cuestión de tener más, sino de necesitar menos. Y, sobre todo, es entender que la vida más plena no es la que está llena de trastos, sino la que está llena de sentido. Es esa sabiduría que solo llega cuando aprendes a valorar el contenido por encima del continente.

Porque al final, el tarro más importante no es el que está más lleno, sino el que compartes con quienes hacen que cada día merezca la pena. En mi caso, esos «quienes» tienen nombres propios: Ana y mi madre, las luces que iluminan mi camino y dan sentido a todo lo demás. Son ellas quienes me enseñaron que el verdadero valor de un tarro no está en lo que guarda dentro, sino en las manos que ayudan a llenarlo y en los corazones que comparten su contenido.

«Todo lo que trae paz a tu mente, es información de la verdad» —Gonzalo Rodríguez-Fraile

Un saludo,
Juan Carlos

 


 

Imagen de portada: Kier in Sight Archives en Unsplash

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